Gárgolas insomnes

Mayo 24 de 2007

Hoy en la madrugada atravesé Río Churubusco por un puente peatonal que un día de estos ha de caer entre sus desembocaduras pletóricas de hoyos y escollos ocultos a los peatones por la noche. En las escaleras de lava que prolongan ese puente había un teléfono celular abierto y con las luces prendidas. Minutos antes, una persona gritaba y corría por allí detrás de otras dos que le habían sacado de la camisa un par de plumas caras cuando entraba a su coche. En la persecución tiró el celular y, en el regreso, se cruzó conmigo. Dos horas después, me llamó y le dije que podía devolverle su celular a las seis de la tarde. Así ocurrió.

Hace unos días, al regresar corriendo como siempre de madrugada a mi departamento, levanté del pavimento dos DVD's y un video de formato antiguo dentro una bolsa de plástico. Eran películas pornográficas. He visto las que vienen en DVD y eché a la basura el video sin conocer su contenido.

Por la cercanía de estos dos incidentes, hice un recuento de los objetos hallados en mis vueltas nocturnas al parque. Hasta donde recuerdo, he recogido unos walkman sin audífonos, unos lentes oscuros, una pulsera de metal, un collar de semillas, unas escuadras diminutas en su funda, un paquete de pañuelos desechables de bolsillo, una mochila de naylon vacía, un billete de veinte pesos y una moneda de cinco. No es gran cosa, pero si juntara todo, incluyendo lo que haya olvidado, parecería que soy algo así como el doctor Jekyll y el señor Hyde, que de noche asalta al que se deje. La mochila vacía, por cierto, estaba en las mismas escaleras donde hallé el celular, por lo que tampoco ha de ser gran cosa inteligir que el puente referido está en la ruta de unos asaltantes reales.

Hace unos meses, al salir de la cineteca, levanté de la banqueta un billete de cien pesos, y seguramente había visto una película mala o saboteada por el cácaro, pues pensé: "No todo está perdido". Otro día, encontré un autoestéreo dentro de su estuche entre los asientos de la sala después de la película. Me pereció raro que fuera un autoestéreo y no un teléfono celular. Ya habrá ocasión para el celular, pensé. Y terminé hallándolo hoy en la oscuridad de unas escaleras de lava. Esta vez lo curioso es el lugar del hallazgo y la circunstancia del asalto. Más todavía es lo que pensaba en el momento del incidente. Pensaba en un relato sobre el encuentro con un caballo muerto en la lateral de Río Churubusco. Hace poco escribí sobre la recuperación del dinero que había tirado en mi camino a la cineteca dos veces en menos de media hora. El texto resultó increíble y tedioso (más que este), así que lo borré. Pero la idea del caballo muerto era algo estimulante antes de que los gritos y la corredera en el puente me alertaran. ¡Aguas con esos cabrones!, dijo mi otro yo, y terminé olvidando al caballo muerto. ¿Lo ves? Ya lo olvidé.

[] Iván Rincón 10:28 PM

"¡Santo llamando a Blue Demon! ¡Responda! ¡Santo llamando a Blue Demon! ¡Responda, por favor!" Así sonó a las cuatro de la mañana el teléfono celular que hallé dos horas antes en la calle. Olvidaba yo ese detalle de la anécdota. Y ahora que lo pienso, no sé por qué o para qué madres quería encontrar un aparato de esos, si los detesto, los abomino, me enferman; detesto cuando suenan en la sala de cine a mitad de la película, detesto a la gente que los contesta, me enferma que lo hagan manejando o en medio de una reunión de trabajo, abomino la prepotencia y la estupidez que detonan esos aparatitos. Su proliferación no responde a necesidad alguna de comunicación personal, sino a la lógica de una plaga; tampoco es expresión de la modernidad como utopía realizable, sino de la dispersión multiplicada. Son algo prescindible hasta el colmo de la exasperación, como los televisores o los cláxones y las alarmas de los carros. Si la humanidad realmente se modernizara, empezaría por desechar toda esa basura; los individuos asumirían su soledad en vez de recurrir al autismo en forma de audífonos... En fin. Modernidad es un eufemismo de las fórmulas mentales de escape mental creadas por la mente humana. Los teléfonos celulares desconectan el cerebro y comunican su vacío con el de otro cerebro desconectado. El medio es la muerte momentánea, el estado vegetativo de la masa encefálica, su aturdimiento como efecto de una droga que no cura ni sirve para nada.

-Aquí, Blue Demon. Puedo devolverle su aparatito detestable a las dieciocho horas en punto. Cambio.

-Entendido. Cambio y fuera -dijo Santo, y llegó una hora tarde.

[] Iván Rincón 9:55 PM

Mayo 11 de 2007

Los muertos no mienten (cuento a ritmo de blues)

I

Subí arrastrando los pasos a la azotea del edificio para acabar con la botella de ron, de cara a la ciudad, antes de acostarme a dormir. Estaba cansado y borracho. Aquel había sido un día intenso, que terminó, como todos los fines de semana, en El Callejón Azul. Miré las luces diminutas bajo su estrellado reflejo en el cielo y me pareció que la somnolencia y el alcohol las borraban. Que no quede nada, pensé en voz alta, y bebí directamente del pomo el último trago. Que no quede nada, además de vacío y soledad, oscuridad y silencio... Entonces sentí una presencia extraña, como si alguien se ocultara entre los tendederos. ¿Quién anda allí? La silueta de un hombre alto y delgado salió de las sombras y se detuvo, nebulosa y opaca, bajo el fulgor de la luna. Tendría unos sesenta años, estaba calvo y vestía de traje y corbata.

-¿Quién es usted? -inquirí.

-Soy Octavio Leres -contestó.

Intenté reconocerlo, empuñando la botella como arma defensiva, y me abstuve de comentar lo que el hombre seguramente sabía, que Octavio Leres estaba muerto.

-¿De qué se trata? -le pregunté- ¿Es una broma?

-Ninguna broma -dijo- y tranquilícese, que no le haré daño. ¿Cuándo ha visto usted que un fantasma le haga daño a alguien?

Desperté con dolor de cabeza y decidí que, ahora sí, dejaría de beber.

II

Una semana antes, la muerte del empresario Octavio Leres estaba por pasar inadvertida ante la opinión pública, más allá de múltiples esquelas en los principales diarios y una que otra nota informativa muy breve, cuando el cadáver desapareció inexplicablemente de la funeraria. La joven y hermosa viuda, Lorena Contes, había pedido a parientes y amigos que le permitieran estar sola un momento en la sala mortuoria, donde habló detrás de un oscuro velo, elegantemente ataviada toda de negro, con su difunto marido. Entre otros agravios y ofensas, le reprochó en voz baja que hubiera recurrido a los encantos de ella para sobornar al jefe de la policía que lo investigaba.

-Sabías que el desgraciado no se conformaría con tu dinero -le dijo- y por eso me enviaste a mí, como antes lo habías hecho con el ministro, y sabías que tampoco se conformaría con un acostón. ¡Hijo de la chingada! Pero tengo algo que decirte, para que no te vayas tan tranquilo, para que te revuelques en la tumba antes de pudrirte...

Lorena Contes fingía que lloraba antes del apagón. Después del apagón, que duró cinco minutos, el cuerpo de Octavio Leres ya no estaba, y ella entonces lloró de verdad.

III

Un pie de foto en la prensa sensacionalista lo fue también del escándalo en todos los medios de comunicación, que aprovecharon la noticia sobre la desaparición del cadáver para vender su contexto, a falta de una explicación convincente. "El influyente hombre de negocios, dueño de hoteles y amigo de presidentes -dijo la televisión comercial-, falleció este viernes de un paro cardíaco, luego de una crisis respiratoria y haber padecido en los últimos años de hepatitis y diabetes". Al momento de su muerte, informó por su parte un diario de circulación nacional, "el magnate era investigado en varios países por sus presuntos vínculos con el crimen organizado, en particular por lavado de dinero proveniente del tráfico de armas, narcóticos y órganos humanos, así como de la trata de blancas y la corrupción de menores".

Nada de eso era novedad, al menos para mí, pues el pianista del grupo que tocaba los fines de semana en El Callejón Azul, Rolando Helguera, alias El Campamocha, había trabajado antes en el bar de un hotel propiedad del prominente personaje de origen cubano, y parecía estar enterado tanto de sus negocios sucios como de sus conflictos familiares. Según El Campamocha, al descubrir la relación de Octavio Leres con Lorena Contes, la esposa lo demandó por adulterio y maltrato. Asesorada por un abogado implacable, después de conseguir el divorcio y una pensión millonaria, entabló otra demanda, ahora por amenazas. El pleito legal con su familia, incluidos los hijos -dos hombres casados, una mujer soltera y una menor de edad-, fue la principal causa de una prolongada sucesión de enfermedades que mermó la salud del empresario hasta matarlo. Para evitar que la antigua esposa y sus hijos, que buscaban el camino legal a los bienes del padre, provocaran su ruina en vida, Octavio Leres contrajo matrimonio con Lorena Contes y le heredó todo, incluso el estigma del origen ilícito de la fortuna.

Con esos elementos, decidí escribir mi propia versión del caso.

IV

La noche que Octavio Leres apareció en la azotea de mi edificio, no era yo el primero en verlo y hablar con él desde que, una semana antes, se esfumara en la repentina oscuridad de la funeraria. Para cólera de la familia consanguínea y "para darlo por muerto de todos modos", Lorena Contes había dispuesto que el ataúd de su marido fuera enterrado vacío. Se trataba, obviamente, de algo simbólico. Los parientes y amigos que hablaron con la policía descartaban la posibilidad de que el empresario no estuviera muerto; para eso había inclusive un certificado médico. Pero el día de su desaparición (que no de su deceso), Octavio Leres se presentó a media noche en la habitación que compartía con Lorena Contes. Ella regresaba de declarar en la delegación de policía, cuando sintió la presencia de su difunto esposo antes de prender la luz. Él estaba de pie y de espaldas a la ventana, con las luces apagadas y las cortinas abiertas, esperándola. Ella contuvo la respiración y, al verlo, dio un salto hacia atrás, sin gritar. Él cerró las cortinas y se sentó en la única silla de la recámara. "Tú y mi hija", murmuró cruzando las piernas, con parsimonia. "Mi hija y tú".

-¿No estabas muerto? -preguntó la mujer, y agitó bruscamente la cabeza como reacción a su propia idiotez.

-¡Bien muerto! -contestó el marido- Pero tenías que perturbar mi descanso confesando tu felonía. ¿Para qué? ¿Para sentirte menos culpable o para quedar satisfecha por fin?

Ante el pasmo neurótico de Lorena Contes, Octavio Leres amenazó con impedirle hasta el más mínimo instante de paz, a menos que ella rematara las acciones que le correspondían de los hoteles, así como el resto de los bienes, incluyendo la mansión en donde se hallaban, y donara el dinero recaudado a un instituto de ayuda a niños con cáncer. "Solo muerto se le podía ocurrir semejante altruismo", pensó la joven viuda, pero no lo dijo. "¿Y qué más?", preguntó.

-Y te alejas para siempre de mi familia.

-¡Vete al infierno! Para mí, ya estás muerto.

-Para todos, preciosa, y peor para ti.

V

Yo tenía seis años sin trabajo formal. No recuerdo si comencé a beber por carecer de empleo o si perdí el empleo a causa de la bebida. Lo cierto es que, al conocer la versión de Rolando Helguera, decidí escribirla. Seducido por el escándalo, dejé un intento literario a la mitad y convencí a Nuemes Acosta, director del semanario Espejo roto, de hacer una investigación propia y publicarla por entregas. Basada en información pública y datos aportados por Rolando Helguera, la primera parte de la serie apareció una semana después de que Octavio Leres hiciera mutis. Entonces fui a El Callejón Azul en compañía de Nuemes Acosta y el jefe de información, así como de un reportero y un redactor de la revista, y llevé suficientes ejemplares del nuevo número para los músicos. Al calor de los tragos, El Campamocha leyó mi texto en voz alta, haciendo comentarios. "Todo está claro", dijo. "Lo único oscuro aquí es la desaparición del muerto".

La policía barajaba dos hipótesis, la primera de las cuales hacía sospechosa a Lorena Contes; la segunda partía de una posible conspiración de los hijos para sembrar suspicacia y cosechar el desprestigio de la hermosa viuda, ahora una de las mujeres más codiciadas del mundo, y en ambos casos se hablaba de que el famoso y mafioso hotelero quizá seguía con vida.

En eso pensaba yo aquella noche, botella de ron en mano y de cara a la ciudad en la azotea de mi edificio, cuando apareció ante mis ojos Octavio Leres. "Hay algo que usted no sabe", murmuró sin dejar de mirar sus pulidas uñas y sin esfuerzo alguno por ser original. La primera esposa y sus vástagos, rebeló por fin, estaban ganando el pleito legal con ayuda de Lorena Contes, que tenía relaciones íntimas con la hija mayor.

-¿Cómo sabe usted eso? -le pregunté.

-Eso y más confesó ella en mi funeral... ¡y no pude soportarlo!

-Váyase al carajo.

-De acuerdo, amigo mío -dijo caminando hacia atrás-, pero confirme usted lo que acabo de informarle. ¡Hasta la vista!

Llegó al barandal de la azotea, hizo una señal de adiós con la mano y se dejó caer de espaldas al abismo. Corrí demasiado tarde para detenerlo y mi alertada vista lo buscó por todos lados, pero no lo halló; había desaparecido como una semana antes, sin dejar rastro.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 6:58 AM

jean jacques andré - awakening

Abril 30 de 2007

Es inconcebible lo que sucede cuando esa mujer sonríe. Su rostro se ilumina y embellece. El mío enrojece, titubeo, tiemblo; mi corazón se agita, me sudan las manos y la frente. La espontánea sensualidad del gesto femenino mueve con fuerza oscilatoria y trepidante al mismo tiempo un ligero tapete bajo mis pies; la banqueta se angosta, se llena de baches, la escalera se hace más empinada. Tengo que sostenerme con las manos para no tropezar o simplemente caer. De golpe estoy ebrio. El golpe me embriaga. Tardo demasiado en asimilarlo. Estimula durante horas y días enteros la imaginación. Del instante real o la realidad instantánea paso a la fantasía prolongada por los sueños eróticos o el insomnio de la sangre que corre vertiginosamente hacia el centro de mi cuerpo, como lava hirviendo en un volcán que crece al aumentar su incandescencia, hasta que estalla y se derrama. ¡Puf! Entonces vuelvo a respirar como si nada, una vez de regreso a la normalidad, antes de que la mujer sonría de nuevo o su exhibicionismo desafíe como hoy el cambio climático y, desde la azotea en donde vive, su pantalón corto y su ombliguera me recuerden que, al menos ella y yo, estamos en primavera.

[] Iván Rincón 10:05 PM

Abril 22 de 2007

Sábado, pasada la media noche. Un borracho deja caer al suelo su corpulencia y, desde allí, patea y golpea con los puños el portón de la iglesia. Durante más de media hora farfulla y refunfuña sin levantarse, hasta que un grito pausado estremece los muros del antiguo convento y los árboles del parque: "¡Estoy a las puertas de la casa de Dios y no me abre!" Vaya frase, piensa alguien que hace ejercicio a la sombra de una estatua (a la sombra que proyecta la luz de los faroles). Una frase así, tan literaria, ni por asomo parece ocurrencia espontánea de borracho alguno. El deportista viste un conjunto blanco de pantalón corto y sudadera. Cuando el borracho guarda silencio por fin, el hombre de blanco trata de confundirse con los árboles para orinar y, una vez que termina, observa desde la oscuridad que un par de policías duerme en una banca. El deportista regresa a la sombra de la estatua, y el par de policías se levanta, se estira y se pone a trotar ruidosamente alrededor del parque para luego dar una vuelta caminando y terminar de nuevo en la misma banca, donde vuelve a dormirse.

Cuatro de la mañana, según el horario real. Una inmensa mujer con la cabeza rapada es jalada por un pastor alemán en pleno crecimiento a través de su correa, mientras un perro mayor camina libremente junto a ella, que viste de gris un pantalón de pans y una playera sin mangas. El hombre de blanco se pregunta si ella es hombre o mujer y descubre que es mujer al escucharla hablar en inglés con los perros. La mujer rodea la estatua cuando el hombre se arremanga el pantalón corto para dejar libres los muslos en los últimos ejercicios y mide la tensión de los glúteos con el dorso de una mano alternadamente. Aunque él pretende ser discreto, las vueltas de ella lo hacen planear una mirada entre dos espejos cuando esté de regreso en casa. Termina la rutina de ejercicios. El hombre mira el reloj y echa a correr en el momento que la mujer y los perros están por comenzar una quinta vuelta supuestamente a la estatua. El borracho duerme a las puertas de la casa de Dios, que no le abre, y los policías dormitan en una banca. "¡Buenos días!", grita el hombre de blanco al pasar corriendo junto a ellos, que reaccionan entonces con ridícula torpeza. "Muy buenos los tiene usted", murmura la mujer, y el aire se impregna de aliento etílico y olor a sudor en primavera. Ella quisiera echarle los perros a él, que ni siquiera voltea y nunca imaginó dar semejante espectáculo y tener semejante efecto en semejante animal. Minutos después, un par de espejos reflejarán la imagen de unos músculos que suben y bajan, aprietan y aflojan, con intensidad regulada.

La oscuridad del cielo sigue siéndolo, pero la ciudad parece despertar.

[] Iván Rincón 2:32 AM

Abril 15 de 2007

Viernes a mitad de la noche. Un viejo flaco, encorvado y desgarbado camina junto a una mujer treintona, rubia y esquelética. Él se acomoda bajo el sobaco un bastón que parece tener la función de arma defensiva, y le grita por su nombre a un perro que reboza energía. Ella voltea con evidente miedo hacia un hombre entrado en los cuarenta que viste de gris oscuro unos pans holgados y entrena junto a un árbol gigante de raíces protegidas por una barda de ladrillo y bancas de cemento. La mujer transmite su paranoia y el viejo trata de calmarla. "No hay problema", le asegura; "es el joven que siempre se queda". Ambos fingen entonces ignorar al hombre que, desde la penumbra del parque, los observa detenidamente alejarse por una calle iluminada hasta donde acaba un día y comienza otro. Cerca de allí, un berrido que pretende ser canción insiste a todo volumen: "¡Porque yooo, en el amooor, soy un idiooota!".

Dos de la mañana, según el horario de verano. Al terminar la segunda repetición de una cata, el hombre de pans como los que usa la policía en su entrenamiento advierte la silenciosa mirada de un gato agazapado entre las sombras de los árboles. Termina la cuarta repetición y el gato sigue mirándolo, como si, además de adaptar sus ojos a la oscuridad, asimilara el ritmo felino del movimiento corporal y el pausado sonido de la respiración. Más que mirado, el deportista se siente admirado y, por alguna causa, recuerda que, al cumplir 21 años de edad, el mayor de sus primos le regaló un libro y dijo que, cuando uno hace algo 21 veces seguidas, lo vuelve costumbre. "Será por eso que voy a cumplir 21 años por segunda vez", piensa el hombre de gris oscuro que atrae la atención de gatos noctámbulos y mujeres cobardes.

Cinco y media de la mañana, según el horario real. Amanece. Los pájaros despiertan. Comienza el tráfago de la ciudad. Cada vez está peor, piensa "el joven que siempre se queda". Aumentar el ejercicio hasta el límite del cuerpo no sirve para dormir más ni mejor ni, mucho menos, más temprano. Una mujer se persigna al pasar frente a la iglesia. Él cree, por un instante, que ella lo ha confundido con el diablo. Entonces mira el reloj y decide que llegó la hora... de correr.

[] Iván Rincón 11:45 PM

Abril 8 de 2007

Jueves, tres y media de la madrugada. Un anciano barre las afueras de su casa con una escoba de bruja. Según el horario de verano, es hora de comenzar la jornada para los repartidores de periódicos en motocicleta. Un hombre de mediana edad, mediana estatura y peso medio, con una pijama que parece pans y una botella de agua, pasa de lado por el parque de día rumbo al parque de noche. Cuatro perros gregarios de razas distintas y edades distantes corren hacia él, que los mira con rápido reflejo y emite un silbido amistoso, por lo que ellos reprimen anticipadamente su ladrido. Los cuatro despiertan siempre ante la presencia de otros seres cerca de la puerta principal y, ante la proximidad del alba, salen a dar un paseo en unánime silencio. Un perro solitario, grande y un poco viejo, al que llaman güero en el parque de día, hace también sus rondas de costumbre por el parque de noche, sin percatarse nunca del hombre que, al verlo, interrumpe su ejercicio, silba suavemente y lo llama en voz baja; el perro detiene su paseo, voltea hacia todos lados y decide confundir el silbido con el paso del viento entre las ramas de los árboles, así como el llamado con el rumor de las hojas muertas, incluso en primavera, y sigue su camino, imperturbable, al parecer orientado por el olfato. Después de unos años observándolo, el hombre de la pijama que parece pans confirma que este perro está cada vez más ciego y que, en la tranquilidad de la madrugada, busca una soledad que tiene tanto de real como de imaginaria.

Una hora más tarde. El anciano sigue barriendo con una escoba de bruja las afueras de su casa. El hombre de mediana edad, mediana estatura y peso medio, escucha toser y quejarse una y otra vez a alguien junto al muro del antiguo convento. Entre las sombras no hay más que sombras y la persona que tose y se queja es solamente una de ellas. El deportista sabe que se trata de un indigente que llega siempre a mitad de la noche arrastrando unos cartones con los que se guarece de la intemperie. "Voy a dormir un rato; no me vaya a pegar cuando esté dormido, como la otra vez", le dijo en cierta ocasión al hombre del ejercicio nocturno, por lo que éste pensó toda la noche en Ciudad Juárez, que debería llamarse más bien Ciudad Muerte, donde tiene lugar desde hace catorce años la pesadilla de la barbarie hecha realidad cotidiana. Además de los que, al amparo del poder, secuestran, torturan y asesinan mujeres, unos juniors (hijos de personajes influyentes) se divierten los fines de semana quemando con gasolina impunemente a indigentes que duermen. De ahí que, al filo de la madrugada, el eco de dolor humano causa escalofríos al hombre de la pijama que parece pans. "¿Dónde carajo está ese cabrón? ¡Me cae de madres que no veo ni madres!", se dice. Como el perro solitario, este otro güero está cada vez más ciego, sobre todo ante sombras que tosen y se quejan en la oscuridad y no son nada más que sonido, pues así lo ha decidido él, que asume actitud de murciégalo y, para tener reflejos ágiles, sigue haciendo ejercicio.

[] Iván Rincón 4:08 AM